Darío García Sampedro
Hay miedos que no siguen a la lógica o a lo que entendemos como lógico. Miedos que no se van con consejos. Uno de ellos es el miedo a perder a quien nos ha hecho daño. Una contradicción clara, temer la ausencia de alguien que, cuando está presente, duele, y aun así, quedarse, aferrarse, rogar que no se vaya. ¿Por qué sucede esto? ¿Por qué sentimos que no podemos soltar a alguien que claramente no nos hace bien?.
Muchas veces, ese apego profundo no es amor, es miedo. Es el reflejo de viejas heridas que nunca logramos sanar. Cuando alguien nos hiere, pero también nos da breves momentos de afecto, nuestro cerebro se engancha. Aprendemos a esperar migajas, con la esperanza de que esta vez nos den el pan completo.
La persona que nos hace daño se vuelve, sin que lo decidamos, una figura cargada de poder emocional en nosotros. Nos acostumbramos a su forma de amar, aunque nos duela, aunque nos queme.
Decidimos sufrir conscientemente esta agonía porque pensamos que esa persona puede cambiar, que tal vez si hacemos algo diferente, si somos mejores, más pacientes o más comprensivos, entonces sí nos amará como merecemos. Esa esperanza es peligrosa, y no porque sea mala en sí misma, sino porque nos hace ciegos. Nos impide ver lo que está ocurriendo frente a nosotros.
Para terminar, creo que es necesario reflexionar sobre las diferentes formas de salir de esta dañina situación. Primero, tenemos que saber que el temor a perder a alguien es, muchas veces, miedo a afrontar que esa persona no sea como imaginamos realmente. Además, debemos aceptar que soltar a quien te hiere no es un acto de egoísmo, ya que no se trata de odiar ni de vengarse, sino de poner límites y darnos cuenta de que, quien verdaderamente se merece nuestro amor, es quien no nos dañe y sepa querernos bien.
