Rebeca OM
Hay miedos que hacen ruido, que se presentan con nombre y forma: miedo a la oscuridad, a los lugares cerrados, a hablar en público. Pero también existen miedos más silenciosos, que no se ven pero pesan. De esos que no duermen, que se sientan a tu lado en la mesa y te siguen hasta el espejo. Uno de esos miedos, quizás uno de los más comunes y menos confesados, es el miedo a fracasar. Y aún más, el miedo a decepcionar a las personas que más queremos.
Desde pequeños aprendemos a leer los gestos de nuestra familia como si fueran señales de tráfico: una sonrisa significa que vamos por buen camino, un suspiro puede indicarnos que algo hemos hecho mal. Así, sin que nadie nos lo diga claramente, empezamos a asociar el cariño con el éxito, la aceptación con el logro. Y cuando eso ocurre, el miedo se cuela por las rendijas: ¿y si no lo logro? ¿Y si no llego a ser lo que esperaban de mí?
El miedo al fracaso no siempre es una caída ruidosa. A veces es una piedra en el zapato, pequeña pero constante. No nos impide caminar, pero hace que cada paso duela un poco. Es ese pensamiento que aparece justo antes de tomar una decisión importante, esa duda que nos hace retroceder cuando queremos avanzar.
Y si ese miedo viene acompañado de la idea de decepcionar a la familia, se convierte en algo aún más complejo. Porque no se trata solo de fallar en algo externo (un examen, una entrevista, un proyecto), sino de sentir que hemos fallado como hijos, hijas, hermanos, nietas. Que hemos roto una especie de promesa invisible.
Vivimos en una sociedad que aplaude los logros pero pocas veces abraza los intentos. Se habla mucho de “luchar por los sueños”, pero poco del cansancio, de las dudas, de los caminos que se tuercen. Y dentro de ese ruido, es fácil olvidar que cada persona tiene su propio ritmo, sus propios miedos, su propia manera de construir sentido.
La filosofía puede ayudarnos a respirar dentro de todo esto. No con fórmulas mágicas, sino con preguntas que abren espacio. ¿Qué significa fracasar? ¿Quién decide si hemos decepcionado a alguien? ¿Hasta qué punto podemos vivir según las expectativas de otros sin dejar de ser nosotros mismos?
Quizás el verdadero fracaso no sea equivocarse o cambiar de idea, sino dejar de intentarlo por miedo a no ser suficientes. Tal vez el mayor riesgo no sea defraudar a los demás, sino vivir una vida ajena por intentar cumplir sus deseos.
No hay un camino único, ni una meta común para todos. Y nuestras familias, por más amor que nos tengan, no siempre pueden ver el horizonte que nosotros imaginamos. A veces, decepcionar es inevitable, y eso no nos hace malos ni débiles. Solo humanos.
Nombrar el miedo es el primer paso para soltarlo. Hablar de él, escribirlo, compartirlo, es como encender una luz en una habitación oscura. No lo hace desaparecer, pero nos permite movernos sin tropezar tanto.
Quizás no se trata de evitar el miedo, sino de aprender a caminar con él. Y entender que, a pesar de todo, seguimos avanzando. Que la vida no es una carrera con medallas, sino un sendero lleno de desvíos, pausas y descubrimientos. Y que, incluso cuando sentimos que fallamos, tal vez estemos aprendiendo algo que aún no sabemos poner en palabras.
