Mª Paz Alba Martín
Cuando hablamos del miedo siempre se nos vienen a la mente las mismas imágenes: esa película de terror que te provocó pesadillas durante una semana, aquella melodía tan escalofriante que te pone la piel de gallina o incluso personajes ficticios como payasos ensangrentados o fantasmas tenebrosos.
Pero, ¿qué hay del miedo que va más allá de los sentidos? Aquel que no se percibe por la vista o por el oído y que, realmente, no tiene forma. Hablo de, por ejemplo, el miedo al fracaso.
Cuando comenzamos nuevas etapas de nuestras vidas, tales como la adolescencia, la entrada en la universidad o conseguir nuestro primer empleo, experimentamos una doble sensación de emoción y angustia al mismo tiempo debido tanto a la incertidumbre como al aumento de responsabilidades. Sin embargo, determinadas personas se ven dominadas por esa angustia, cuya aparición no se limita al rechazo hacia una mayor responsabilidad, sino al miedo a no lograr lo que uno espera, a no cumplir las expectativas, a fracasar.
Este es un miedo que te paraliza. Un miedo que ocupa tu vida y limita tus relaciones sociales, tu salud física y mental e, incluso, aunque pueda parecer incongruente, te impide realizar las tareas necesarias para alcanzar esa nota o conseguir ese puesto de trabajo.
Aparece por la noche en forma de pesadillas, te despierta con el corazón acelerado o directamente no te deja dormir. Aparece cuando te salen mal dos ejercicios seguidos, haciéndote cometer los fallos más absurdos cuando intentas continuar estudiando.
Provoca una ansiedad que nuestro cuerpo intenta aliviar haciendo desaparecer esa “presión” que aparece antes de un examen importante o a la hora de presentar una exposición, y que, en cierto modo, nos ayuda a concentrarnos y a rendir mejor.
Esta emoción convive con nosotros diariamente, aunque está más presente en los momentos más decisivos de nuestras vidas: Bachillerato, el examen de acceso a la universidad, los últimos años de la carrera o durante la búsqueda de empleo. Además, este miedo no se limita al ámbito laboral o académico sino que, por lo general, se extiende a los distintos aspectos de nuestra vida, reflejándose en las relaciones amorosas o de amistad. Así, puedes considerar que tu vida es un fracaso si no formas parte de un amplio grupo o si no llegas a casarte y formar una familia.
Este miedo está muy ligado a nuestra autoestima y nuestro diálogo interno ya que, al no existir una experiencia concreta que lo desencadene, somos nosotros los que lo alimentamos, sobre todo, por temor al juicio externo.
Podríamos ver el miedo al fracaso como un mecanismo de defensa que nos obliga a intentar continuamente cumplir las expectativas de los demás por temor al qué dirán. Pero tanto esta preocupación por las opiniones ajenas como el uso del miedo como barrera, surgen por una serie de conductas que se nos han enseñado desde pequeños, haciéndonos buscar continuamente la aprobación del resto, ya sea de padres, profesores, familiares o amigos.
Así, desarrollamos una personalidad excesivamente autoexigente, que teme no ser capaz de alcanzar esa meta que puede que ni siquiera le satisfaga, pero es lo que se espera de nosotros.
Sin embargo, esta autoexigencia, desde el punto de vista externo, se considera algo positivo, un símbolo de madurez y responsabilidad cuando, en realidad, más que facilitarnos alcanzar nuestros “sueños”, pone más piedras en nuestro camino.
En definitiva, el miedo al fracaso es un miedo sin forma, pero que ocupa toda tu vida.

