LA MEMORIA DESTERRADA.

Antonio Ruiz Zamora - Profesor de Filosofía del IPEP

Para Jorge Quintana, un renacentista por Cádiz.

 

Sabemos que en 1417, Poggio Bracciolini, secretario que fue del Papa Juan XXIII (único papa destituido de su cargo), comenzó una aventura por tierras alemanas visitando conventos y abadías en busca de libros y textos perdidos. La pasión por conservar los restos bibliográficos de la cultura lo llevaron por caminos fríos y cenagosos hasta encontrar uno de ellos que le llamó poderosamente la atención. Fue en la ciudad de Fulda (Alemania) donde halló, casualmente, un texto que, después de copiarlo con dificultad durante interminables jornadas-evitando, por lo demás, las miradas de soslayo de los monjes encargados de su custodia- fue el que sería uno de los pilares fundamentales de la aparición de la ciencia moderna, y que provocaría que el dinamismo de la historia despertara de su letargo aristotélico. El libro que leyó con avidez, y del que se tenían noticias lejanas desde publicación en Roma en el siglo I a.C, fue el De Rerum natura (Sobre la naturaleza de las cosas) de Lucrecio, un extenso y difícil poema de corte materialista, que exponía con belleza poética los principios atomistas de la filosofía de Demócrito y Epicuro. Un siglo más tarde, Giordano Bruno, asumiría heterodoxamente estos presupuestos, siendo entre otras, una de las razones que lo llevarían a la hoguera en 1600. De la misma manera, y por motivos parecidos, décadas más tarde, Galileo Galilei, sería condenado a abandonar el mundo académico y a permanecer aislado en su finca de las afueras de Florencia. Curiosamente, San José de Calasanz, fundador de las Escuelas Pías (Escolapios) (1), amigo y confidente del astrónomo, fue uno de los que lo cuidó, junto a su hija, durante los últimos años de ceguera del sabio.

 
Esta breve historia (que quizás no traslade al lector en todos sus contornos la épica de la soledad y el tesón del protagonista), nos conduce de manera irrenunciable a considerar la memoria la sustancia más íntima del ser humano, la estructura más consistente que vivifica los aspectos más profundos de la realidad que somos. Así, un filósofo materialista como Diderot, dentro de la órbita de la ciencia y la Ilustración del siglo XVIII, emprenderá la hazaña de editar la Enciclopedia en 1751, intentando encerrar en cada uno de sus volúmenes todo el saber acumulado durante centurias de cultura y pensamiento. La finalidad de tanto esfuerzo, como queda recogido en la propia entrada “Enciclopedia” se hace manifiesta: “trasmitir el saber disperso a todos aquellos que vendrán después de nosotros para que el trabajo de los siglos pasados no sea inútil para los siglos futuros, y que nuestros descendientes, haciéndose más ilustrados, puedan ser más virtuosos y más felices”. Estas líneas son las que de forma recurrente se proyectarán en la historia de la cultura como una arquitectura indispensable de los presupuestos que hacen que todo ser humano alcance las potencialidades que le son propia según nuestra naturaleza (y que siempre fue el sentido al que se le dotó a la educación pública cuando aparece por primera vez en Alemania en el siglo XIX). Filósofos tan contrapuestos como Platón (idealista) y Epicuro (materialista), defenderán con el mismo ardor que el placer más inteligente es el que nos pone en contacto con el conocimiento, vínculo que es el aliento de una vida plena.


Así pues, a nuestro juicio, la senda educativa está escrita y la complicidad entre inteligencias en un aula está plenamente definida. Como señalaba Bernardo de Chartres (siglo XII), “somos enanos a hombros de gigantes” (frase falsamente atribuida a Newton, pero que conocía y publicitaba en sus clases), y que cristaliza la reverencia a lo escrito y pensado por generaciones anteriores. Somos ellos en nosotros interiorizados y renovados -recreados siempre en las circunstancias históricas que nos retratan- y que todo alumno vivifica en el aula con nuevas inquietudes que se manifiestan en el signo de los tiempos y que todo buen docente debe sabiamente canalizar. La creatio ex novo (crear desde lo nuevo), donde el presente se hace inicio con una pureza cuasi religiosa que tiene como propósito sancionar el olvido como forma de estar en el mundo, nos aboca al vacío del lenguaje y al desastre de la voluntad. Harían bien, los técnicos en educación, en buscar libros (y leerlos)…Quizás este sea el verdadero comienzo.
(1). Los Escolapios siempre concedieron una gran importancia al conocimiento de la matemática. Recordemos en este punto la cita de El Ensayador de Galileo, “la naturaleza está escrita en lenguaje matemático”.