Pilar Jiménez Reinoso - 1º Bachillerato IES Galileo Galilei. Dos Hermanas (Sevilla)
En el caso del sistema educativo español, a los seis años los niños son obligados a ser escolarizados. Comienzan la jornada en el aula a las 9:00 de la mañana y, tras cinco horas de clases, vuelven a sus casas para, en muchas ocasiones, dar comienzo a una rutina de actividades extraescolares, estudio y descanso. De esta forma, dan inicio a una etapa de 6 años de duración en la que para la sociedad son niños y, para la escuela, alumnos de Educación Primaria.
Crecen, maduran, aprenden nociones básicas para su desarrollo como persona y estudiante y alrededor de los 11 o 12 años dejan de ir al colegio para reemplazarlo por el instituto. Ya no son tan “pequeños” para algunas cosas, tienen más libertad y a su vez más obligaciones; sin embargo, aún no son como esos adultos responsables y seguros a los que solían admirar. Comienzan a aflorar dudas que nunca antes se habían cuestionado, problemas que hasta entonces pasaban desapercibidos a sus ojos y cambios en su forma de ser y pensar.
Después, llegan a Bachillerato. La presión aumenta. Ahora resulta que el 5 es aprobado, pero insuficiente para acceder a los grados que desean. Tienen más clases, más horas de estudio, más obligaciones. “Estudia Inglés si quieres conseguir un buen trabajo en el futuro, luego no tendrás tiempo”, “practica deporte”, “muévete y ayuda en casa”… Y un sinfín más de frases que los jóvenes suelen escuchar a estas edades. Todo se convierte en una lista de cosas que deben hacer porque el ocio ya es secundario.
En una jornada ideal deben incluir alrededor de 8 horas de sueño, 6 de clases, hora y media aproximadamente de extraescolares (en multitud de casos, cursos de inglés u otras formas de estudio adicional), 1 de deporte, media de lectura… Si a todo esto le restamos el tiempo de aseo personal, transporte, comida, descanso para cambiar de actividad y obligaciones o compromisos personales, nos acabamos quedando con menos de cuatro horas en el dia, las cuales, lejos de poder ser destinadas al ocio o relaciones sociales, han de destinarlas al estudio.
Lo relatado es un escenario totalmente irreal que incluye todas aquellas actividades que recomiendan los expertos que los jóvenes realicen día a día; sin embargo, ¿cómo es la situación real? Para muchos adolescentes, esas “cuatro” horas reservadas para la realización de trabajos escolares y aprendizaje de lo que se les ha explicado durante la mañana se prolongan hasta bien entrada la noche. Muchos acaban dejando a un lado sus aficiones y eliminando del horario hábitos saludables como la práctica de ejercicio físico o duermen menos tiempo del apropiado. Esto no solo afecta luego al estado de ánimo, sino también al rendimiento. Un día se quedan levantados hasta tarde, al siguiente les resulta difícil concentrarse y vuelven a destinar más tiempo del estimado, nuevamente se acuestan de madrugada y a la mañana siguiente deciden recurrir a la cafeína para poder ser productivos, llega la noche y no logran conciliar el sueño… Así sucesivamente hasta entrar en un bucle del que no es fácil salir hasta la llegada de las ansiadas vacaciones.
Este descenso de la productividad se acentúa aún más cuando los jóvenes llegan a estos cursos sin contar con unos hábitos y habilidades básicas. Cada vez los criterios de evaluación facilitan más el aprobado, los alumnos pasan de curso sin una rutina o técnicas de estudio apropiadas y cuando se les pregunta sobre algo de lo que ya han sido examinados, gran parte del contenido ya ha sido olvidado. La memorización está implantada entre los estudiantes como método infalible para conseguir el aprobado y llega un momento en el que el temario resulta excesivo por todo lo que han de reestudiar. Las notas bajan a la vez que la presión aumenta, luego el alumno comienza a desanimarse. ¿En qué deriva esto? En fracaso escolar y abandono de estudios.
Y es que es justo ese el que parece ser el objetivo del sistema, forzar a los alumnos a desvincularse del mundo académico y centrarse en el trabajo para comenzar a producir y ser activos valiosos para la sociedad. Un poco irónico cuando luego los estudiantes se gradúan y al entrar en el mercado laboral desconocen el funcionamiento de la Seguridad Social o cómo solucionar simples problemas de la vida cotidiana. En la escuela no enseñan a conducir un coche, eso se aprende aparte, no explican cómo presentar una reclamación en el Ayuntamiento, eso corre por tu cuenta; sin embargo, cualquier egresado de bachiller es capaz de determinar cuál es el complemento directo de una oración simple con tan solo un pestañeo. Quizás hay algunos fallos en el sistema.
Por si fuera poco, las nuevas generaciones parecen ser cada vez más incultas. ¿Tienen más títulos universitarios y másteres? Rotundamente sí. ¿Conocen la historia de su país o los fundamentos en profundidad de la ideología política a la cual apoyan? Eso ya menos. Está de moda la “titulitis”, en muchas empresas buscan profesionales jóvenes con experiencia y un sinfín de requisitos académicos. Se busca demasiado la excelencia formativa y se desprecia la motivación y todas las llamadas “habilidades blandas” (capacidad de liderazgo, creatividad, análisis crítico, trabajo en equipo, atención al público…). Un médico empático y creativo al que le apasiona su trabajo sería mucho más productivo y valioso para el hospital que otro con gran talento que a sus 17 años sacaba matrículas de honor pero se bloquea cada vez que surge un imprevisto en quirófano. El problema radica en que el sistema pone trabas al primero en lugar de ayudarle a salvar vidas en un futuro solo por no alcanzar unas determinadas cotas de excelencia. No solo eso, sino que tal vez el segundo, debido a su expediente, fue presionado para estudiar Medicina por la fama de la goza su difícil acceso.
Es injusto que pasen los años y a los alumnos se les siga encasillando. Son comunes las situaciones en las que al estudiante cuyas calificaciones rondan el sobresaliente se le reprende o mira con extrañeza cuando en un examen obtiene menos de lo esperado o decide ser electricista, mientras al que suspende no se le facilitan métodos para que logre manejar con soltura los contenidos mínimos que se le exige. Esto no significa que deban regalarse las titulaciones, sino apoyar el desarrollo individual del alumnado. No ser tan exigentes con los requisitos cuando el objetivo es aportar algo a la sociedad a la vez que buscamos nuestra felicidad personal. Tanto abarcar resulta perjudicial, como humanos que somos tenemos limitaciones y hemos de especializarnos en un ámbito concreto si queremos seguir avanzando. ¿Qué es mejor: tener profesionales expertos en su materia o contar con un personal que parece entender de todo pero sin profundizar en nada? Ejerciendo más presión, lejos de obtener una generación más preparada, obtenemos lo contrario, puesto que los adolescentes acaban sin motivación buscando el aprobado y no el aprendizaje y abandonando sus metas en la mitad del camino.
No es blanco o negro, los jóvenes han de estar lo suficientemente preparados para el trabajo que han de desempeñar cuando consigan un empleo; no obstante, la clave no es enfocarlo todo desde un punto meramente academicista y desprestigiar todo aquello que no sea un número que de valor a las respuestas escritas sobre un papel. ¿Queremos que aprendan? Bien, seamos prácticos y razonables. En primer lugar, disminuyamos el número de clases obligatorias semanales que restan tiempo de ocio y descanso. Eliminemos para ello materias menos esenciales como las optativas o religión a partir de cierta edad y centrémonos en las troncales, que los alumnos tengan una buena base en Inglés sin necesidad de recurrir a academias y cursos en horario extraescolar si tanta importancia se le da luego en las empresas; adelantemos el curso en el que comienzan a escoger sus asignaturas y a enfocarse en lo que les interesa y ofertemos desde los centros educativos actividades para la ayuda a la inserción laboral como la preparación de los exámenes para obtener el permiso de conducir o prácticas interprofesionales para los más mayores que funcionen como un primer contacto con la vida tras el instituto o universidad y a su vez ayuden a los más indecisos a descubrir su vocación.
Actualmente, la educación parece estar preparada para funcionar a modo de filtro y clasificar a la población en distintas escalas sociales, como si de una vuelta al feudalismo se tratase. A los estudios superiores acceden aquellos con mayor poder adquisitivo o con mejores calificaciones, promoviendo así que los distintos cargos los ejerzan no los más cualificados, sino los que más requisitos cumplen de una lista cuanto menos efectiva. Nos quejamos por la incompetencia mientras que regalamos titulaciones y promovemos la competitividad y el estrés. El éxito de la educación llegará el día en el que lo normalizado sea aprender para estar capacitado y no por un diploma. Internet ya existe, la tecnología forma parte de nuestro día a día. Saber la fecha exacta en la que se inventó la imprenta cuando con los avances actuales es algo que se puede consultar en cuestión de segundos y ser incapaz de hablar en público es la base de nuestro sistema educativo. Indudablemente, todo muy lógico.